Donación de órganos: ¿por amor y por dinero?
Periodista con mención en economía de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y estudiante de Derecho en la misma casa de estudios, donde además pertenece al Grupo de Excelencia Académica. Ha sido redactor en el diario El Comercio, la revista Semana Económica y en diversas agencias de comunicaciones.
Roberto, de 45 años, necesita un riñón para seguir al lado de su familia. Lleva más de cuatro años siendo dializado y es probable que le resten otros cuatro. Las estadísticas son desalentadoras para él: un estudio médico realizado en Estados Unidos revela que las personas entre 45 y 49 años de edad viven ocho años más si permanecen en diálisis . Aunque el mismo estudio concluye que podrían vivir 23 años extras si reciben un trasplante de riñón, el problema es que Roberto tiene la posibilidad de encontrar apenas uno entre 300,000 personas . Ocurre que en nuestro país, la demanda de órganos es muy superior a la oferta: el año pasado, por ejemplo, la vida de más de 1,000 peruanos dependieron de un trasplante de órgano, pero solo 77 personas se convirtieron en donantes efectivas . ¿Por qué la cifra sigue siendo baja? O para verlo en términos más pragmáticos, ¿qué podemos hacer para salvar la vida de Roberto?
A menudo se suele pensar que las leyes tienen un costo igual a cero. Eso es un error: el derecho es costoso. Y costoso no solo en términos de los recursos y tiempo empleados en la elaboración de las leyes, sino sobre todo en lo efectos económicos que producen en la sociedad. Es el caso de la LEY Nº 28189 o Ley General de Donación y Trasplante de Órganos y/o Tejidos Humanos, que reduce la donación a una actividad altruista. Existen razones morales, éticas y médicas que impulsan esta regulación, pero poco o nada se discute sobre el enorme costo social que la ley genera: alrededor de 3 personas fallecen diariamente en el Perú mientras esperan un donante, lo que equivale a la muerte de casi 100 peruanos al mes, según cifras de EsSalud.
Nuestra legislación considera a los órganos y tejidos humanos como bienes inalienables, es decir, bienes sobre los cuales el Estado tiene la potestad de regular o prohibir su venta. Las razones, siguiendo la lógica de Guido Calabresi, uno de los fundadores del Análisis Económico del Derecho, son de índole paternalista: supongamos que Juan quiere venderle un riñón a Roberto, pero quiere recibir a cambio algo más que la sola satisfacción de ayudar. El Estado tendrá la potestad de prohibir la venta bajo el criterio de que Juan no está en la posición de elegir bien por sí mismo. ¿Por qué? Porque Juan es una persona de bajos recursos que se ve en la necesidad de vender su riñón pero sin analizar los costos y beneficios. Así, si transcurridos algunos años se deteriora su salud, el costo de los daños será asumido por todos a través del seguro social. Dicho en simple, Juan no internalizará el daño causado por su propia acción. Y así como él; Lucho, Mario y Diego, que viven en similar situación de pobreza, harán lo mismo.
Pero una razón como esa no es suficiente para justificar una ley prohibitiva. Dicha falla de mercado (la falta de información que le impide a Juan tomar una decisión racional), puede solucionarse con una fina intervención del Estado. Por ejemplo, obligando al posible donante a tener un análisis médico para conocer las probables consecuencias de su acción, que el trasplante se realice solo en algunos centros médicos autorizados y que se prohíba el trasplante en casos donde la donación deteriore gravemente la salud del donante.
Ahora bien, la inalienabilidad de los órganos genera un problema adicional al déficit de la oferta. Hablo de las externalidades negativas como la asimetría de información y la mala distribución de recursos. El ejemplo más claro son los mercados negros de tráfico de órganos, a los que solo acceden personas con dinero (por el alto costo de los órganos) que desconocen la procedencia y calidad de estos. Otro ejemplo es el que apunta el economista Alex Tabarrok en un artículo publicado en The Wall Street Journal : la escasez de órganos, provocada por su carácter de inalienabilidad, tiene como uno de sus costes menos conocidos el uso de órganos que antes se consideraban inutilizables porque no reunían las condiciones adecuadas, como el riñón de una persona de 60 años o con problemas de salud.
Guido Calabresi decía que en un mundo donde los recursos son escasos, desperdiciar es injusto. Bajo esa mirada, ¿no es justo acaso un mercado de órganos que impida la muerte de miles de personas? Quienes se oponen a un mercado de este tipo emplean argumentos de orden religioso, ético y moral (como la degradación de la dignidad humana), obviando que el altruismo y la compensación económica no están reñidos: el dinero no es el único motivo por el que Juan decide donarle su riñón a Roberto, también lo motiva el deseo de ayudarlo a seguir viviendo. En un mercado donde la demanda de órganos es alta, la poca oferta de estos y la existencia de mercados negros que incrementan los costos (en dinero y riesgo) no solo es ineficiente, sino económicamente injusto.
El principal beneficio de permitir un mercado de órganos (debidamente regulado) es que convierte a los órganos en bienes privados, es decir, le otorga a Juan la titularidad sobre su riñón para que lo disponga de la manera que crea conveniente. La titularidad es la mejor forma para que Juan internalice los beneficios y costos de sus acciones, y en ese sentido, favorece el uso racional del bien. O sea, si Juan solo tiene un riñón, sabrá que el costo de venderlo será mayor (afectará su salud) que el beneficio a obtener (el dinero que recibirá a cambio). Y si a pesar de ello decidiera hacerlo por necesidad económica, ahí deberá intervenir el Estado, pues a la larga ese costo será asumido por todos a través del seguro social.
La titularidad trae consigo otra ventaja: facilita la transferibilidad del bien a una persona que más lo valora o necesita, tal como ha sucedido y sucede en Irán, uno de los pocos países con un mercado de órganos que consiguió reducir la lista de espera de trasplantes. Finalmente, un mercado de órganos también reduce el coste social en términos estrictamente monetarios. Hace unos años, el Nobel de Economía Gary Becker y el economista Julio Elías, investigaron sobre la economía detrás de los trasplantes de órganos en Estados Unidos y concluyeron que el costo anual promedio de la diálisis en pacientes que esperan por un trasplante bordea los US$ 80.000. Es decir, en los cuatro años que Roberto va recibiendo diálisis habría gastado casi US$ 320.000, monto mucho mayor al costo del propio trasplante, que Becker y Elías calculan en US$ 160.000 . Ambos autores también estimaron que un número muy grande de riñones, de donantes vivos y muertos, estarían disponibles mediante un pago de US$ 15.000 cada uno. Y aunque esta estimación no es exacta, incluso en un supuesto máximo, el costo total de los trasplantes no aumentaría mucho y seguiría siendo más barato que el costo de la diálisis.
En definitiva, cualquier posible costo moral debería ser sopesado al beneficio de prevenir miles de muertes cada año y mejorar la calidad de vida de tantas otras, como la de Roberto.